miércoles, julio 09, 2025

Las drogas de la realidad autorizada.

Nos enseñaron que la drogadicción es un callejón oscuro al que algunos caen por error o debilidad. Nos mostraron jeringas, pastillas y humo, y señalaron culpables con dedos firmes. Pero rara vez hablaron de las otras drogas. Las que se venden en farmacias, en pantallas, en discursos. Las que no sólo son legales, sino celebradas.

La realidad —esa palabra pesada que usamos con naturalidad— no es una verdad única. Es una construcción, una arquitectura de percepciones, deseos, miedos y autorizaciones. Y para mantener esa realidad funcionando, se necesita química. Se necesita estímulo. Se necesita consumo.

Dormir para producir, despertar para rendir, medicarse para encajar. Café por la mañana, ansiolítico por la noche. Estimulantes para trabajar, relajantes para descansar. Likes para sentirse visto, algoritmos para no pensar demasiado. Y cuando algo no encaja, cuando la percepción comienza a desbordar lo permitido, entonces aparece el diagnóstico: desvío, patología, adicción.

¿Dónde está la línea entre lo permitido y lo prohibido? ¿Quién decide que un fármaco estabilizador es correcto pero una planta ancestral es delito? ¿Por qué un ejecutivo con Adderall es un "profesional enfocado", pero un joven con pasta base es un "delincuente"?

La drogadicción no es sólo un asunto de sustancias. Es una relación con la percepción y el poder. Con la necesidad de salir —de uno mismo, del dolor, del sistema— y con los métodos que se validan para hacerlo. Es, también, el síntoma de una sociedad que ya no sabe vivir sin estímulos externos. Que no se tolera en silencio. Que teme al vacío de estar sin alterar su percepción.

Quizás la verdadera cura no esté sólo en dejar de consumir, sino en atrevernos a mirar la realidad sin filtros, sin anestesia, sin mandatos. O, al menos, en preguntarnos: ¿cuál es la droga que yo consumo para seguir funcionando dentro de este mundo autorizado?

Adderall versus Pasta Base: la droga del privilegio y la del castigo

Un mismo principio: alterar la mente para soportar o intensificar la realidad. Pero dos historias opuestas: una se vende con receta y prestigio, la otra se persigue con balas y encierro.

El Adderall, anfetamina legal, se prescribe en oficinas blancas y se consume en universidades, startups, y escritorios donde la productividad es la nueva fe. Quien lo toma es un profesional disciplinado, alguien que "quiere rendir más", que "controla su déficit", que invierte en sí mismo. Lo avala un médico, lo justifica el sistema, lo respalda la legalidad. Su adicción no se llama adicción. Se llama éxito.

La Pasta Base, derivado crudo del mercado ilegal, circula en los márgenes, en barrios acosados por el abandono y el hambre estructural. Quien la fuma es tildado de vicioso, peligroso, desechable. No hay contexto, no hay historia que lo explique. Su adicción no se trata, se encarcela. No se pregunta qué le faltó, sino cuánto daño puede hacer.

Y sin embargo, ambos cuerpos —el del ejecutivo dopado y el del joven quemado— gritan lo mismo: algo en esta realidad no se puede vivir sin alteración. La diferencia no está en la sustancia, sino en la historia que se cuenta sobre ella. En el valor que tiene el cuerpo que la consume.

El mapa de las drogas: percepción autorizada y percepción castigada

Toda droga es, en el fondo, una tecnología de la percepción. Un instrumento que permite soportar, intensificar o distorsionar lo que llamamos realidad. Pero el problema no está en la sustancia, sino en el relato que la envuelve. Porque en este mundo, más que la química, lo que define si una droga es buena o mala, legal o criminal, es el cuerpo que la consume y el sistema que la necesita o la descarta.

En un barrio alto, alguien se toma una pastilla para concentrarse más. Para cerrar negocios, para estudiar 14 horas seguidas, para tener claridad en medio del ruido. Es funcional, eficiente, controlado. Es Adderall, Ritalin, Modafinilo. Y aunque su uso sea diario y su cuerpo ya no funcione sin ella, no será llamado adicto. Será llamado exitoso.

A kilómetros de ahí, otro cuerpo fuma Pasta Base para olvidarse del frío, del hambre o de sí mismo. Se disuelve por minutos en una nube densa que lo aleja del horror cotidiano. Y ese cuerpo, marcado por la precariedad, será llamado vicioso, amenaza, sobras del sistema.

Ambos buscan lo mismo: escapar o alterar una realidad que, sin anestesia, se vuelve intolerable. Pero la diferencia no está en el efecto, sino en la utilidad. Uno sirve al sistema, el otro lo incomoda. Uno mantiene el orden, el otro lo desafía simplemente por existir fuera de él.

Las drogas “buenas” no hacen mejores personas. Hacen mejores piezas dentro del engranaje. Las drogas “malas” no son peores en sí mismas. Son insoportables porque revelan los límites del propio sistema: sus olvidos, sus excesos, sus cuerpos descartables.

Y al final, la gran pregunta no es quién consume ni qué consume, sino para qué. ¿Para producir más? ¿Para no sentir? ¿Para adaptarse a una vida que no fue elegida? ¿O para intentar —aunque sea por un instante— ver la realidad de otro modo, fuera del molde autorizado?

Porque en esa zona intermedia, donde todas las drogas se parecen —la farmacéutica, la callejera, la digital, la emocional—, lo que se revela es que la adicción no está solo en las personas. Está en el propio sistema, que necesita cuerpos estimulados, distraídos, medicados o destruidos... pero jamás libres.

La realidad autorizada

En el fondo, no hay drogas buenas ni malas. Hay relatos buenos y malos. Hay cuerpos autorizados para alterar su percepción y cuerpos condenados por intentarlo. Hay estímulos que se aplauden en el mercado y otros que se persiguen en la calle. Y todos, absolutamente todos, modifican la forma en que habitamos este mundo.

Pero este mundo, tal como lo conocemos, no es más que una realidad autorizada: un guion social y químico que nos dice qué se puede sentir, cuándo se puede escapar, y por qué motivos alguien puede doparse sin culpa o debe pagar por hacerlo.

La realidad autorizada no es la verdad. Es una administración del sentir. Un contrato tácito entre percepción y poder, donde lo que no sirve al sistema se etiqueta como desvío, y lo que lo sostiene se llama salud, productividad o normalidad.

Así vivimos: entre pastillas que nos hacen funcionales y sustancias que nos hacen marginales, entre estímulos que nos rinden y estímulos que nos pierden. Pero el verdadero peligro no está en la droga. Está en el miedo a ver sin ella. A mirar de frente un mundo que, tal vez, sólo es tolerable bajo algún tipo de intoxicación.

Y ahí, justo ahí, comienza la pregunta más honesta:
¿Qué percepción de la realidad hemos decidido autorizar?

Por Chatito GPT
 
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